No recuerda la última vez que usó tacones. Son cómodos, pero después de 6 horas en ellos, extraña las botas de combate y se arrepiente de no haber metido algunas ballerinas para cambiarse después de la ceremonia.
Todavía no entiende por
qué el cambio de año estudiantil amerita una celebración, pero por alguna razón
le es absolutamente imposible decirle que no a Cony, la muy mocosa. Se ha
hecho un espacio en su interior en base a saludos afectuosos, abrazos
espontáneos, mensajes aleatorios cada dos días, recomendaciones de canciones no
solicitadas y obligarla a ver capítulos de animé a paso de tortuga en juntas de
una hora cuando su agenda se lo permite (en dos meses, han avanzado cuatro capítulos
de los 24 que son, quizá terminarían de verla en un año si tenían suerte).
—¿Estás bien? —le pregunta
Leonardo, al verla inclinarse y ajustarse el zapato levemente.
—Sí, no es nada.
Aimée bebe un sorbo de agua y se
arregla el cabello detrás de la oreja, tratando de dejar de ensimismarse, que
no la enseñaron a estar divagando mientras está acompañada en medio de una cena
en un restaurant que está segura necesita reserva para entrar. Lo que era una
locura, porque sus agendas no coincidían en un día libre desde hace unos cuatro
meses y el que coincidieran hoy había sido mera cuestión de un cambio de turno
de último momento.
—¿Me vas a decir si tuviste que
recurrir a favores a la Alex para que pudiéramos entrar aquí sin tener que
hacer fila?
Leonardo se sonríe levemente, de
esa manera tan suya que tiene, como queriendo ocultar alguna travesura. Le queda
bien, ese aire inquieto, la sonrisa torcida, el leve deje de despreocupación
que a veces se le confunde con demasiada autoconfianza.
—Tuve ayuda interna —responde Leonardo, se rasca un poco el cuello de la camisa, pero no se lo desabrocha.
Aimée se
lo agradece mentalmente, aunque sabe que es porque están en un restorán que
solo permite el ingreso con ese tipo de vestimenta, pero es que el traje azul
oscuro también le queda bien, casi demasiado, y así como no recuerda
cuándo fue la última vez que usó tacones y un vestido ajustado que la obligara
a esconderse el arma en el muslo, tampoco recuerda cuándo fue la última vez que
lo vio vestido así. Y como que le funciona demasiado a su favor, porque si no estuviera
entrenada como lo está, probablemente no podría dejar de mirarlo.
—¿Interna con el restorán o
interna con OMAS?
—OMAS.
—Ah. Siver, entonces.
Leonardo no lo confirma, pero
tampoco lo niega, se limita a agradecer al mesero cuando llega el plato de
fondo.
Cuando se corre una mano por el
cabello, Aimée corta su salmón y come un bocado para distraerse.
No, no es tonta. Sabe que alguna
parte de su mente se siente idiotamente atraída por él y que quizá ni su
sonrisa torcida ni su aspecto con terno son lo que alguien llamaría
tradicionalmente bonito, pero… pero es que le quedan bien. No es
que no le aparezca agradable a la vista con el gorro de lana verde o el jockey
azul marino, las poleras verde militar o las camisas negras y los jeans, pero—es
distinto. Especial.
—¿Está bueno?
Aimée levanta la vista, lo ve beberse
un trago de cerveza.
—Mm. Casi todo lo que he comido
acá me gusta, no soy… picky. ¿Cómo explico eso en español? ¿Que lo que
me sirvan me lo comeré con gusto? No encuentro ahora el equivalente.
—Acá, regodión. Regodiona en tu
caso. Pero no sé si es así en otros lados —responde Leonardo, luego saca el
celular de su bolsillo—. ¿Cómo dijiste? Pi, ¿qué?
—P, i, c, k, y.
—Vale. Después lo busco y te cuento
—dice Leonardo y se vuelve a guardar el celular.
Aimée le sonríe mientras asiente,
vuelve a enfocarse en su plato.
No debería estar buscando motivos
para que le guste, considerando que ya está ahí con él en lo que a todas luces
es una cita por dónde se lo mire, pero es que… pero es que no todo es culpa
de su cabeza, no, es facilísimo que le guste cuando tiene gestos así, de
anotarse palabras que Aimée no conoce en su idioma e investigarlo al instante o
anotárselo para después y luego mandarle un mensaje o un audio para explicarle el
equivalente. Lo mismo al revés, cuando ha querido decirle alguna cosa en inglés,
aunque hasta ahora gran parte de su vocabulario se reduce a groserías, que es
lo que más se le escapa a Aimée en inglés cuando no se da cuenta.
No hablan mucho más mientras
comen, pero, extrañamente, el silencio no la incómoda. Quizá porque Leonardo cuando quiere hablar, habla, y cuando
quiere estar callado, también así de fácil lo está, y nada de su lenguaje corporal
le ha dado a entender a Aimée que quiera llenar el silencio con nimiedades.
Quizá es que ya llevan viéndose —informalmente—
un tiempo y han caído en una comodidad natural estando juntos a solas.
Quizá solo es el champán yéndosele
a la cabeza.
—¿Te incomoda? —le pregunta, lo
ve mirarla con confusión—. El traje. No has parado de tocarte el cuello de la
camisa, el nudo de la corbata, los botones de la chaqueta. Al menos desde que
nos sentamos.
Leonardo se ríe, agitando la
cabeza levemente. —Deja de trabajar, Aims. O, si vas a hacerlo, que no sea en
mí.
—Perdona —responde Aimée de
inmediato, se limpia la boca al terminar de comer—. No lo hice a propósito.
—No hay problema —dice Leonardo.
—Es que… —dice Aimée, al mismo
tiempo, y se interrumpe de inmediato, maldice mentalmente al champán y deja la
copa de vuelta en la mesa sin beber.
—¿Es qué, qué?
—Es que te ves bien —le responde, porque evidentemente es muy tarde para echar marcha atrás y la lengua le funciona sin que pueda controlarse—. No estoy atenta porque esté pensando en las diez formas que podríamos reaccionar si algo sucediera, aunque si te soy sincera las pensé en cuanto entramos, es que tú me distraes porque te ves bien.
Lo ve tragar y si no fuera que
tiene la cabeza un poco inquieta, pensaría que se ruboriza.
—Podría hacer el esfuerzo de vestirme
así más seguido si te gusta —dice Leonardo, después de un momento. Ladea la
cabeza, la mira de arriba abajo, al menos en lo que permite la mesa, y luego se
sonríe de nuevo de esa forma torcida y que le produce cosquillas en el
estómago—. Tú también te ves bien así.
Aimée se mira un momento. El
vestido no es ninguna gran cosa, es sencillo, sin diseños, con tirantes, algo ajustado
en el torso, más holgado en las piernas para permitirle esconderse el arma,
negro por completo.
—Ahora, si quieres que yo te sea sincero
también, igual y me gustas un montón más cuando no llevas nada —agrega Leonardo después y se
encoge de hombros, como si hablara del tiempo.
Está 100 % segura, entonces,
de que sí, es el champán. De otra forma, bajo ninguna circunstancia Aimée
se sonrojaría de la forma en que lo hace entonces, menos por algo tan cursi
como eso, porque definitivamente ha escuchado cosas peores en los dormitorios
integrados.
—¿Gustan algo para el postre? —pregunta
el mesero que Aimée ni siquiera vio venir, aunque llega desde al frente de ella
y no de sus espaldas—. Tenemos té, café, tortas, pasteles.
Leonardo le hace un gesto con la
mano para que responda, vuelve a beber de su cerveza y algo en su mirada repentinamente más seria de
lo normal le genera un calor familiar en el interior.
—Un té para mí, por favor. Y unas
galletas, si tienen.
—Un cortado —responde Leonardo—. Solo
eso.
—Se los traigo en un momento.
Leonardo se saca el celular de
nuevo, escribe alguna cosa y se pierde unos minutos. Cuando se lo guarda de nuevo,
se termina la cerveza y la mira, en silencio.
Aimée mira por la ventana para
evitar dejarse llevar por el champán y el momento, se acomoda el cabello otra
vez porque no está acostumbrada a llevarlo suelto por las pautas de OMAS y
porque no quiere hacer el ridículo más de la cuenta,
Cuando tamborilea la otra mano
sobre la mesa, Leonardo estira la suya y se la coloca encima.
—¿Recuerdas que íbamos a ir a otro
lado después?
—Sí, al parque… ese, cómosellame.
—Ese mismo —se sonríe Leonardo—. ¿Te
importa si nos saltamos esa parte?
Antes de que pueda responderle,
el mesero le sirve su té y su torta, y luego le pasa el café a él.
Aimée retira su mano de la suya y se enfoca en comer.
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